Suburbia: el sueño que se extendió como una mancha de aceite

Un jardín privado, un césped inmaculado, una casa idéntica a la del vecino.

La promesa de libertad enmarcada por una valla blanca.
La utopía doméstica que creció entre autopistas y centros comerciales.

La exposición Suburbia del CCCB nos guía por ese territorio difuso, entre el sueño y la pesadilla, donde el confort se mezcla con la soledad, y la promesa del bienestar se convierte en un espejo inquietante.

Hay algo profundamente revelador en pasear por sus imágenes, sus casas prefabricadas, sus familias felices al borde del abismo, sus paisajes clonados que ya no sabemos si son reales o ficción.

Suburbia no es solo un lugar. Es un relato, una ideología, una forma de habitar el mundo. Y quizás, también, una advertencia.

 
 

Porque Suburbia, en realidad, no ofrece libertad: ofrece control

La supuesta autonomía suburbana se construyó sobre el aislamiento, la fragmentación del tejido social, la dependencia absoluta del coche y la homogeneización cultural al servicio del consumo.

El sueño del “hogar perfecto” fue una operación política, una respuesta a la inquietud social de posguerra, un producto en serie para contener cuerpos, deseos y movimientos.

Bajo el barniz del confort se esconde la domesticación del espacio y del tiempo, la vigilancia disfrazada de seguridad, el miedo al otro convertido en diseño urbano.

Suburbia es también un espacio de género: la mujer confinada a la cocina equipada, al vestidor espacioso, al jardín sin límites, mientras el hombre conduce hacia la oficina.

Un paraíso construido sobre la repetición de roles, la clausura emocional, la servidumbre maquillada de estabilidad.

Y es, sobre todo, una forma de expulsión.

Suburbia nunca fue un modelo para las clases populares, sino un modo de disolver el conflicto social en parcelas individuales, de sustituir la lucha colectiva por hipotecas.

Un apaciguamiento disfrazado de ascenso, una dispersión que fractura, diluye y aísla.

https://www.cccb.org/es/exposiciones/ficha/suburbia/243777

Lavando los autos de mis padres con mi hermano en la entrada de nuestra casa en Maryland, 1989.

Y sin embargo…

He vivido en suburbios. No los de las series televisadas, ni los de la crítica urbanística militante.

Suburbios reales, en tres continentes distintos: Cape Town, Canberra, Washington.

Entornos de clase media-alta, sí —lo reconozco sin pudor—, pero también lugares donde descubrí el silencio, la expansión, la pausa.

Donde pude caminar descalzo, respirar sin ruido, mirar el cielo.

Es verdad que el coche lo era todo, que las distancias eran largas y a veces el tiempo se escapaba entre desplazamientos, pero también es cierto que, en esos márgenes urbanos, encontré una libertad distinta, una relación más íntima con la naturaleza, un espacio para imaginar, para perderme y para encontrarme.

Y aunque se diga que allí no hay comunidad,
yo recuerdo la infancia con puertas abiertas, los niños que cruzaban de casa en casa, las tardes al sol compartidas entre jardines.

Suburbia, para mí, no fue soledad, sino otra forma de compañía, más suave, más dispersa, pero real.

Hoy, desde la distancia, reconozco la fragilidad de aquel modelo. Su belleza estaba hecha de privilegios, de tierra barata, de energía abundante. Un sistema de baja densidad que devora suelo, multiplica las emisiones, diluye la vida pública y convierte la libertad en dependencia: del coche, del consumo, del aislamiento cómodo.

Tampoco fue un modelo que integrara a todos.
Fue pensado para excluir, para dispersar el conflicto, para encerrar a la mujer en la casa idealizada y mantener a las clases populares a una distancia segura, prometiendo bienestar mientras postergaba cualquier transformación real.

Esta es mi contradicción. La crítica es justa, necesaria, urgente. Pero mi experiencia no cabe del todo en ella.

Quizás el problema no sea la existencia de los suburbios, sino la forma en que fueron diseñados: para calmar, separar, domesticar.

Quizás haya que imaginar otras formas de vida dispersa, más abiertas, más compartidas, más humanas. Más conscientes del territorio que ocupan y del futuro que ponen en juego.

Y quizás, también, haya que escucharnos más entre quienes los habitamos, para encontrar en esa mezcla de memoria y crítica, una forma nueva de habitar.

Mi padre cortando el césped.
Mi madre y yo en el patio trasero.
Mi casa en Maryland en 1990.
Mi suburbio en los últimos tiempos en Maryland.
es_ESES